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"When I hear the music, all my troubles just fade away/ When I hear the music, let it play, let it play",

"Let it Play" by Poison.

domingo, 30 de octubre de 2011

Capítulo XXI. Trust hurts (Parte 1)


Cuatro semanas después…

Victoria
Tumbada de espaldas sobre el frío suelo de mi habitación, contemplaba el techo pintado de un suave tono melocotón, sin percibirlo realmente. El brillante sol californiano inundaba la estancia con su impertinente luz, como si no le importara no ser bien recibido en aquellos momentos. Porque el sol no entiende de tristezas, ni de enfados. No sabe lo que es el vacío ni la desesperación. Únicamente es consciente de los cambios de estación, de la fina línea que separa el día de la noche.
           
Sólo quedaba una semana para regresar a España, mis padres habían sido muy claros por teléfono: no me daban ni un solo día más. Había estado fuera de casa durante demasiado tiempo ya.
           
Coloqué la palma de mi mano sobre el suelo, dejando que el frío que lo envolvía me recorriera. En contraste con la insoportable calidez que proyectaban los rayos del sol sobre mi piel, aquella fresca temperatura resultaba de lo más revigorizante, casi relajante. Las puntas de mis dedos comenzaron a recorrer los intrincados dibujos que decoraban aquellos azulejos, en un intento por mantener mi mente alejada de los funestos presagios que me traía mi inminente regreso a España.
           
Mi estancia en California había pasado demasiado rápido, o al menos así lo sentía yo. Durante aquellos dos meses mi vida había dado un giro de ciento ochenta grados, pues ya no era la niña tímida y gris que dejó su país en busca de un sitio en el que poder encajar. Ahora era una mujer con las ideas claras, que se sentía viva de verdad. O al menos así había sido hasta hacía unas semanas.  
           
La llegada del hombre de la discográfica, que en un principio había sido recibida por todos como una bendición, estaba empezando a pasar factura a mi relación. Por supuesto, debía sentirme feliz por Leonard y el grupo, como Úrsula solía señalar, porque les estaba ofreciendo una oportunidad única en la vida: la posibilidad de que su grupo pudiera ganar éxito y fama.
           
Pero aquélla era sólo una de las caras de la moneda. La otra mostraba una realidad que, aunque al principio había querido negar, ahora era demasiado obvia como para poder pasarla por alto: Leonard y yo nos habíamos distanciado de forma considerable. Marty también lo había notado, por eso, durante las cenas, cuando nos sentábamos los tres juntos para saborear las delicias que Úrsula preparaba, no me quitaba los ojos de encima. La preocupación que transmitían sus ojos esmeralda al posarse sobre mi piel quemaba como el fuego del infierno.
           
Yo no era capaz de sostener su mirada, porque no quería tener que darle explicaciones sobre lo que estaba pasando entre Leo y yo. Claro que, teniendo en cuenta que ni yo misma entendía la situación, era imposible que pudiera explicársela a mi tío.
           
Había intentado hablar con él muchas veces pues, según decía Úrsula, aquélla era la base de una relación: la comunicación. Tal vez en el caso de Maty, un hombre sin miedo a mostrar sus sentimientos más profundos, aquello de las conversaciones trascendentales a la luz de unas velas podía funcionar. Pero no en el caso de Leonard. El pelirrojo no hacía más que darme largas, insistiendo en que todo iba bien y que yo debía entender que en esos momentos no tenía tanto tiempo para mí como antes.
           
Supongo que en cierto modo, aquello era cierto, pero una parte de mí presentía que había algo más que me estaba ocultando, pues no sólo su actitud hacia mí había cambiado, sino que su comportamiento en general era irreconocible.
           
En más de una ocasión, me vino a la mente la idea de que pudiera haber otra mujer. Sin duda, aquélla, si bien dolorosa, también era una opción más que factible. No sería la primera vez que un hombre se cansa de su novia y busca consuelo en otra parte.
           
Ante aquel funesto pensamiento mis ojos comenzaron a llenarse de lágrimas, por lo que los cerré con fuerza para evitar que éstas rodaran por mi rostro. Todavía no estaba segura de lo que estaba pasando con él, así que era demasiado pronto para dar la batalla por perdida.         
           
Claro que, tampoco me quedaba mucho tiempo para actuar. En una semana ya no estaría allí, tendría que regresar a España, y no volvería a pasar California al menos hasta Navidad. ¡Ja! Como si eso fuera a ser posible. Habiéndome quedado en California casi más tiempo del que mis padres me habían permitido en un principio, había desafiado su autoridad. Y lo más importante: había permanecido fuera de su “jurisdicción” durante casi tres meses, con lo que no habían podido mangonearme ni imponerme sus absurdas normas. En conclusión: había firmado mi sentencia de muerte. Si me dejaban salir a pasear al perro por el barrio, ya podía darme por afortunada.
           
Y sin embargo, no iban a tener más opción que dejarme volver. En diciembre cumpliría los dieciocho, lo que significaba que por fin sería mayor de edad, lo que a su vez significaba que aquella pareja de dementes prehistóricos no tendría más poder sobre mí. Al menos en teoría. En la práctica se dedicarían, como siempre, a hacerme la vida más difícil de lo que ya era de por sí.
           
Solté un largo suspiro cansado. Me estaba comportando como una estúpida y lo sabía. Cuando llegué a California unos meses atrás ni siquiera había esperado poder entablar una conversación coherente con uno solo de los lugareños. Y no sólo había logrado eso, sino que además había hecho grandes amigos, había conocido a mis tíos en profundad y… me había enamorado. Con eso debería darme por satisfecha.
           
Pero el recuerdo de Leonard volvió a abrirse paso por mi mente, golpeándome en el pecho con fuerza, como si de una bala se tratase. Tenía que hablar con él antes de marcharme, aclarar las cosas. Necesitaba saber en qué punto estábamos, qué iba a pasar con nuestra relación. Aunque aquello supusiera el fin irrevocable de la misma.


Tom 
La cálida voz de la enfermera me trajo de vuelta a la tierra, sacándome súbitamente del profundo sueño en el que me había sumido unas horas antes. Me reproché a mí mismo el haberle dado la espalda a mi madre de aquella manera, quedándome dormido mientras ella sufría en una incómoda cama de hospital, pero aquella semana había sido demasiado agotadora para mí.
           
— Es la hora de la merienda, señor Turner — me indicó la menuda enfermera, plantándose frente a mí con la bandeja grisácea llena de galletas, yogurt y un café con leche. Ante aquella visión, el estómago me rugió con fuerza, recordándome que mi última comida había sido el desayuno, unas diez horas antes.

— Sí, sin duda lo es — repliqué con una media sonrisa.

La enfermera dejó la bandeja sobre la mesita que había junto a la cama de mi madre, antes de salir de la habitación esbozando una tímida sonrisa. Sintiendo como el cansancio acumulado me atravesaba la piel como un millón de agujas afiladas, me levanté del sillón donde había estado durmiendo toda la tarde, y me dirigí hacia la cama, donde mi madre me observaba con la vergüenza escrita en su rostro.

— Debí haberte hecho caso, hijo — comenzó a decir, sus ojos llenándose de lágrimas —. Tendría que haber echado a ese hombre de mi casa antes de que…

— Pero no lo hiciste, mamá — la interrumpí, al tiempo que abría uno de los paquetes de galletas que había sobre la bandeja. Debían de saber a avena para caballos, pero en aquellos momentos no me importaba demasiado cómo llenara mi madre su estómago. En aquellos momentos, sólo la rabia que me producía el haber tenido razón sobre aquel tipo, y aún peor, la confirmación de que mi madre era un animal de costumbres, ignorante y lo suficientemente débil como para soportar una vida de palizas a manos de un hombre que la despreciaba, por el simple hecho de que la mantenía, llenaban mi mente.

— Necesito que me perdones, hijo mío — suplicó entre lágrimas. Unas sucias lágrimas de cocodrilo que ya no significaban nada para mí.

— ¿Otra vez? Te he perdonado tantas veces que ya no se pueden ni contar. ¿Y para qué? Hoy dices que te arrepientes y mañana, cuando ese cabrón aparezca ante tu puerta con un enorme ramo de rosas y un perdón escrito en su blanca y falsa sonrisa, te echarás de nuevo a sus brazos. Ya he visto esta película otras veces, mamá. Me sé el final de memoria y, francamente, estoy empezando a hartarme de pagar por ver un espectáculo tan malo y dañino.

Tal y como me había imaginado, el sabor de las galletas era demasiado desagradable para sus papilas gustativas. Tras el primer mordisco, dejó la que le había dado sobre la mesita con una mueca de asco.

— Tal vez el yogurt sea de tu agrado…

— Entiendo que estés molesto conmigo, hijo, pero si me escucharas, te darías cuenta de que he cambiado. He echado a ese desgraciado de casa, no volverá a molestarnos, lo que significa que puedes volver a vivir conmigo otra vez. Porque te necesito a mi lado, hijo. Ahora más que nunca.

La mano con la que sostenía la cucharilla llena de yogurt se me quedó paralizada en el aire, a medio camino entre el envase y el rostro de mi madre. ¿Cómo había podido ser tan estúpido? ¡Por supuesto que quería que me fuera a vivir con ella! Echando a aquel desgraciado de casa, se había quedado sin su principal y única fuente de ingresos. Ahora tenía que remediar aquella situación de algún modo. Y ese modo, por supuesto, era yo, su único hijo.

Metí la cuchara en el envase, antes de dejar éste de nuevo sobre la bandeja. Me di la vuelta hacia el sillón para coger mi mochila y mi chaqueta de cuero.

— Pero, ¿adónde vas, hijo mío? — inquirió con voz desesperada.

Me giré para encararla por última vez, sintiendo como la furia acumulada durante años de indiferencia y manipulación estallaba en mis venas con la fuerza de un volcán en erupción.

— Ésta es la última vez que tratas de utilizarme, mamá. Estoy harto y ya no puedo más. Soy una persona, no una mierda que puedas pisar cuando te dé la gana.

Salí de aquella habitación con una mezcla de sentimientos agolpándose en mi pecho, desesperados por salir. Pero uno de ellos sobresalía con fuerza entre los demás: la sensación de libertad. La más absoluta y dulce libertad, que durante años me había estado negada. La libertad que tanto miedo me había dado, que me había hecho sentir tan culpable. Y ahora, allí estaba, ante mí. Podía sentirla expandirse a mi alrededor, con la revigorizante fuerza de una hoguera en su máximo esplendor.

Ninguna mujer volvería a utilizarme. Ninguna mujer volvería a manipularme a su antojo, arrebatándome mi fuerza vital, como si yo no fuera más que la gasolina para un coche.

Aquello había comenzado con mi madre, pero mucho me temía que no iba a terminar con ella…


Leonard
— Necesito más.
           
— ¿Puedes pagarlo?
           
— Ya sabes que sí.
           
Lila me recorrió con una pícara sonrisa, antes de pegarse a mi cuerpo, agarrándome la cintura con descaro, para después deslizar la mercancía por el bolsillo trasero de mis vaqueros.
           
— Siempre es un placer hacer negocios contigo, vaquero — replicó, separándose de mí, al tiempo que estallaba en una histérica carcajada. Algo en esa mujer no funcionaba como era debido, pero tampoco es que eso me importara demasiado. Lo único importante era que su mercancía era de primera calidad.
           
Me di la vuelta hacia la puerta, con una enorme sonrisa dibujada en mi rostro. Había ido hasta allí a buscar lo que necesitaba, y lo había conseguido con creces. Sin embargo, aquella sonrisa se esfumó con la misma rapidez con la que había aparecido en cuanto vi a Victoria, apoyada contra el marco de la puerta de entrada al local, taladrándome con una mirada herida e inquisitoria, llena de implícitas acusaciones.

miércoles, 26 de octubre de 2011

Concurso de relatos en Athenea's Corner.

Bien, people, se me ha ocurrido que, para fomentar los blogs y textos de otros escritores, voy a hacer mi primer concurso de relatos. A continuación, paso a explicaros los requisitos para participar:

  1. El relato deberá estar escrito en PROSA y no podrá tener una extensión mayor a 4 páginas de Word.
  2. La temática será totalmente libre (terror, fantasía, ciencia ficción, romántica, erótica, etc.). También se aceptan fanfics (versiones vuestras) de películas, series o libros.
  3. Deberéis mandar vuestro relato a la siguiente dirección de correo electrónico antes del 1 de diciembre a las doce de la noche: atheneaescritora@hotmail.com
  4. NO hace falta ser seguidor del blog, ni siquiera tener blog, para poder participar.
  5. NO aceptaré NINGÚN relato que tenga faltas de ortografía. Esto no es un sms ni una conversación de Messenger. Es literatura más o menos seria.
  6. Los textos deberán estar escritos en español o catalán.
  7. Asimismo, los textos deberán ser comprensibles, estar bien puntuados y estructurados por párrafos.

Los premios:
Habrá dos premios (o tres si veo que algún texto lo merece): primer y segundo puesto, que serán elegidos por mí después de haber leído todos los relatos. Ambos serán publicados en mi blog de Athenea’s Corner (http://www.athenea-atenea.blogspot.com), el resto de relatos, no.
Además, el ganador del primer premio tendrá una mención especial en el citado blog y en mi blog de FFR (http://www.fightforrock.blogspot.com) y una entrada en mi tuenti (Athenea Escritora), facebook (Athenea Escritora) y twitter (http://twitter.com/#!/AtheneaEscrit) recomendaré su blog (en el caso de que lo tenga) y le dedicaré un relato en mi blog. El ganador del segundo premio tendrá una mención especial en mis dos blogs y recomendaré su blog (en caso de que lo tenga). Además, ambos recibirán una imagen con el avatar del premio, que podrán poner en sus respectivos blogs, o quedársela como recuerdo. Ya sé que no es mucho, pero en estos tiempos de crisis, es todo lo que puedo ofreceros.

Si no queréis participar no importa, pero sí os pido que paséis este evento a vuestros contactos y a gente que le puede interesar el concurso. Muchas gracias por vuestro tiempo. ¡Un beso! Att. Athenea Escritora.
   

sábado, 22 de octubre de 2011

Young Lust.

Bon soir, mes amis!! Hoy os traigo otro relatillo de FFR, en esta ocasión de uno de los personajes más polémicos de la historia, Hans. Bien, os explico: algun@s ya saben que la femme que aparece en este relato no es de mi invención, si no que he tomado prestado el nombre, y algunos elementos de su personalidad de una de las seguidoras de la historia. Ella es Marina, también conocida como Emea en el tuenti, que se presentó voluntaria para protagonizar este relato con este complejo personaje. Lo primero sería darle las gracias a Marina (más que nada porque estos días ando escasa de inspiración y éste ha sido un experimento motivador y muy interesante) y lo segundo que si alguien está interesado en protagonizar algún otro relato con algún personaje de la story, no tiene más que decirlo. Y en fin, eso es todo lo que tenía que decir sobre este relato. Espero que lo disfrutéis tanto como yo al escribirlo. ¡Un besito! :)





La violenta tormenta desgarraba con una furia desmedida el, hasta hacia unas pocas horas, apacible paisaje californiano. Era la forma que tenía el cielo de reafirmar el fin del verano, que por otra parte, no se dejaba sentir con demasiada fuerza en aquel cálido estado al sur de Norteamérica.
           
Aquellas tormentas de verano, que tanto asustaban al perro de mi abuela, haciendo que el pobre animalejo tuviera que esconderse debajo de la cama, se iban de la misma forma en que llegaban: sin avisar, con una celeridad y vehemencia pasmosa. Pronto dejaría de llover, sí, pero yo necesitaba llegar a mi casa antes de que anocheciera, y, estando en mitad de sólo Dios sabe dónde y con el motor de mi coche para el arrastre, aquello no iba a ser tarea fácil.
           
El maldito trasto me había dejado tirada en medio de un barrio residencial de clase media, ni muy lujoso ni muy cutre, en el que no se veía por ninguna parte un taller mecánico. Me recosté cansinamente sobre el asiento de cuero del coche, agradeciendo en silencio el haberle hecho caso a mi madre en el último momento, cuando me aconsejó que no me comprara el descapotable negro.
           
“Si por lo menos pudiera avisar a mamá de que voy a llegar tarde a casa…”. Pero no. Tampoco había ninguna cabina telefónica a la vista.
           
“¡Joder, qué mierda!”, maldije en mi fuero interno. Para una vez que decidía ir a una cena familiar y el coche me dejaba tirada. Mi padre no me lo perdonaría. Aquella cena era demasiado importante para él porque suponía el fin a años de no hablarse con mi tío. La familia unida de nuevo. Y como siempre, yo iba a joder toda aquella empalagosa confraternización. 
           
“¡Qué se jodan!”, estalló la parte resentida de mi mente. “Ellos son los que se han pasado quince años sin hablarse, ¿no? ¡Pues que lo arreglen entre ellos!”.
           
Cerré los ojos con fuerza. Aquello era muy fácil de decir, pero hacerlo era otro cantar. El no asistir a aquella estúpida reunión, unido a todas las “cagadas” que había cometido a lo largo de los años (como fugarme de casa a los dieciséis con mi novio, el porrero; dejarles a mis padres limpia la cuenta bancaria a los diecisiete; pasar varias noches en comisaría por conducir borracha a los dieciocho, y un largo etcétera que seguro ellos no habían olvidado con tanta facilidad como yo) hacía que su ya de por sí frágil confianza en mí, pendiera de un hilo muy fino en esos momentos.
           
Hacía rato ya que las finas gotas de lluvia habían empapado los cristales del coche, empañando mi visión de forma considerable. Aquel ambiente frío y gris que me rodeaba por entero era al mismo tiempo hermoso y desesperante. Porque a pesar de que esa maldita lluvia era un obstáculo en mi camino de vuelta a casa, de alguna forma me reconfortaba tanto, me hacía sentir tan cómoda, que me resultaba imposible odiarla.
           
“Tengo que hacer algo”, apuntó mi voz interior con aire decidido. “Quedarme de brazos cruzados, viendo cómo se va todo a la mierda no es una opción”.
           
Me di cuenta entonces de que mi inútil coche me había dejado justo enfrente de una modesta pero acogedora casa, con un jardín poco cuidado. El tejado era de color azul marino, algo que me encantaba, puesto que nunca he soportado los clásicos tejados de color rojo, con una enorme ventana en forma rectangular, desde la que se podía ver la silueta de un hombre tocando la batería.
           
Decidí que por intentar que ese hombre me ayudara no iba a perder nada. La mayoría de la gente solía no abrirle la puerta de su casa a desconocidos por miedo y desconfianza, pero tal vez el dueño de aquella casa, que tan buenas vibraciones me había transmitido, fuera diferente a los demás.
           
Armándome de valor, abrí la puerta del coche y me apeé de él, sintiendo como la lluvia, que ahora caía con menos fuerza que antes, comenzaba a bañarme impíamente. Me subí hasta el cuello la cremallera de la chupa de cuero y metí las manos en los bolsillos de los pantalones, que eran del mismo tejido.
           
Todavía sin saber muy bien qué iba a decirle a aquel gentil hombre, me armé de valor y subí las escaleras que conducían a la puerta de la imponente casa. Al “natural” era bastante más grande de lo que me había parecido desde el coche. El repiqueteo de la batería me llegaba a través de los tabiques de la casa, con la cadencia rítmica propia de las melodías que se arrancan de tal instrumento.
           
Alcé la mano en dirección al timbre de la puerta y lo toqué dos veces. Esperé unos segundos para percibir algún sonido que me indicara que el dueño iba a bajar para ver quién era su visitante, pero éste no se produjo. Por el contrario, la batería comenzó a sonar de nuevo, con fuerzas renovadas.
           
Toqué al timbre de nuevo, empezando a impacientarme. La lluvia todavía no había amainado y yo ya estaba empapada. Era más que obvio que al día siguiente iba a tener un resfriado de un par de narices, y encima el dueño de la casa no me oía o, más fácilmente, no quería oírme.

Solté un resoplido hastiado antes de comenzar a golpear la puerta con los puños. Ese imbécil era mi última oportunidad para llegar a tiempo a casa y no se iba a librar de mí con tanta facilidad.
           
Finalmente, la batería frenó bruscamente su actividad. Suspiré aliviada. Seguramente ese buen hombre bajaría ahora para ayudarme y todo se solucionaría. No pude evitar esbozar una alegre sonrisa. Todavía quedaba gente buena por el mundo…
           
Unos segundos después, sin embargo, mi teoría se vio reducida a cenizas cuando el músico hizo su aparición en escena.

— ¡¿Se puede saber quién coño eres tú y por qué me interrumpes cuando estoy trabajando?! — me gritó como un energúmeno en cuanto abrió la puerta —  ¡Has roto mi concentración!
           
Fue un acto reflejo. Estaba demasiado cansada por el largo viaje en coche y frustrada porque me había dejado tirada en el último momento, justo cuando más lo necesitaba; estaba congelada, con la lluvia que calaba hasta los huesos y el viento que corría aquellas horas de la tarde, haciendo que me helara de frío… Y luego estaba ese gilipollas que me trataba como no fuera más que un chucho pulgoso al que se pudiera espantar con una patada en el culo.
           
La bofetada fue tan sonora que el eco del golpe se oyó durante algunos segundos después de habérsela dado. El músico se llevó una mano a la cara, justo donde había recibido mi golpe de gracia, y comenzó a frotársela con una mueca de dolor. Esbocé una sonrisa satisfecha. Ese capullo arrogante no volvería a vacilarme otra vez.
           
En lugar de eso, clavó sus ojos claros, tan fríos como el hielo, pero que al mismo tiempo quemaban con la intensidad del mismísimo fuego del infierno, en los míos. Siguiendo un impulso marcado por el orgullo, alcé la barbilla en su dirección, demostrándole así que no me intimidaba lo más mínimo. Y fue entonces cuando pude apreciar que no me hallaba ante un macho cualquiera.
           
Lo cierto es que lo hombres rubios siempre han sido mi perdición, y a aquel músico la blonda cabellera le llegaba hasta media espalda. No era un rubio platino ni excesivamente llamativo, sino de una tonalidad más bien oscura, que en un día gris como aquél, casi parecía castaño claro.
           
Pero lo que verdaderamente me atrajo de él fue la masculinidad manifiesta que exudaba cada poro de su piel. Debía sobrepasar el metro noventa, haciendo que yo no pareciera más que una chiquilla a su lado. Su fuerte musculatura, no demasiado desarrollada ni artificial, sino más bien fruto de una buena genética vikinga, remataban aquel apetitoso cuerpo masculino, haciendo que la boca se me hiciese agua…
           
“El vikingo” pareció darse cuenta de que me lo estaba comiendo con la mirada porque, alzando una de sus rubias y tupidas cejas, preguntó:
           
— ¿Te gustaría pasar? Sería muy desconsiderado de mi parte dejarte ahí fuera con la que está cayendo.
           
Yo asentí con una sonrisa pícara, antes de entrar en la casa. Él cerró la puerta con pestillo tras de mí, mientras yo recorría el largo pasillo que llevaba hasta el salón, en el que descansaba un hermoso piano de cola.
           
Me senté en el sofá después de haberme quitado la empapada chaqueta de cuero. No pasé por alto que justo en ese momento, su mirada se clavó de lleno en mis pechos.
           
— Debo disculparme por mi conducta de antes — comenzó a decir, al tiempo que se sentaba a mi lado en el sofá —. Es que no me gusta nada que me interrumpan mientras… estoy haciendo… algo… importante.
           
Su ardiente mirada me estaba recorriendo de pies a cabeza sin pudor alguno. Pero claro, ¿desde cuándo los vikingos sentían pudor o vergüenza? Ellos tomaban lo que deseaban, sin vacilaciones, sin remordimientos.
           
— Yo también tengo que disculparme. No debería haberte golpeado...
           
— Me lo merecía — replicó en un susurro, mientras colocaba sobre mi muslo una de sus enormes manos —. A veces no sé cómo tratar a la gente y no mido mis palabras, ¿sabes? — comenzó a acariciarme el muslo en sentido ascendente — Por cierto, me llamo Hans.
           
La lasciva sonrisa que se dibujó entonces en sus labios me robó el aliento. Era obvio lo que ese hombre quería de mí, y yo estaba más que dispuesta a dárselo.
           
— Yo me llamo Marina — repliqué con una sonrisa forzada.
           
— Umm, Marina — gimió, al tiempo que cerraba los ojos con fuerza, como si mi nombre fuera un delicioso pastel de chocolate y él quisiera saborear hasta el último trozo —. Realmente precioso.
           
No había sido consciente hasta ese momento de su estridente forma de pronunciar la letra “r”. Reparé de nuevo en su cabello dorado, en su piel bronceada, en sus ojos claros… Incluso su nombre, Hans, debería haberme dado antes la pista de que el hombre que tenía frente a mí era más alemán que las salchichas.
           
“Así que al final va a resultar que es vikingo de verdad…”
           
— ¿Ocurre algo? — preguntó curioso.
           
Yo negué con la cabeza mientras colocaba mi mano sobre la suya, instándole así a que profundizara su caricia. Hans esbozó una sonrisa malévola, antes de inclinar su rostro hacia el mío peligrosamente.
           
Se me cortó la respiración en cuanto sus labios apresaron a los míos en un beso violento y voraz. Sus dientes comenzaron a mordisquear mis labios de forma juguetona pero exigente antes de que su mano libre fuera a parar directamente sobre mi pecho izquierdo. Dejé que me acariciara a su voluntad, mientras yo me perdía en la oscura vorágine de aquel beso posesivo y desasosegado.
           
Cuando sus labios se despegaron de los míos, un sutil aroma metálico inundó mis fosas nasales, haciéndome comprender que ese cabrón me había hecho sangre en el labio inferior. No obstante, la indignación me abandonó con la misma rapidez con que había hecho acto de presencia, en cuanto el vikingo puso sus expertas manos sobre mi cuerpo otra vez.
           
Me arrancó la camiseta con toda la fuerza de sus manos, de forma que ésta quedó hecha jirones sobre el suelo del salón. Estaba a punto de gritarle o golpearle de nuevo, cuando enterró su rostro entre mis pechos, para después desatarme el sujetador con los dientes. Su lengua se dedicó entonces a recorrer mis pechos, mientras sus manos me bajaban la cremallera de los pantalones.
           
Solté un gemido de absoluto placer que le arrancó una risita complacida. Arqueé la espalda para profundizar sus caricias, mientras que mis manos se enterraron en su magnífica melena, acariciándola, instándole a que incrementara sus mimos.
           
En cuanto mis pantalones y el resto de mi ropa interior fueron a parar junto a lo que antaño había sido mi camiseta favorita, decidí que era ya hora de pasar a la acción. Su camisa no estuvo durante mucho más tiempo sobre su cuerpo, aunque yo no tenía tanta fuerza como él para masacrarla. Me limité a quitársela, para después hacer lo propio con sus pantalones de cuero, que ocultaban un picante secreto: Hans no llevaba ropa interior.

Aquel descubrimiento me encendió hasta tal punto que de un suave empujón lo tumbé sobre el sofá, para después colocarme a horcajadas sobre su estrecha cintura. Sus juguetonas manos se posaron sobre mis nalgas, mientras su mirada anhelante seguía sobre mis pechos. Una sonrisa pícara se dibujó en mi rostro antes de que me inclinara sobre su cuerpo y comenzara a mordisquear sus pezones con una oscura hambre carcomiéndome las entrañas.
           
Un gemido gutural escapó de sus labios antes de que me alzara por las caderas casi sin esfuerzo aparente y me colocara sobre su excitado sexo. Sin embargo, justo cuando estaba a punto de penetrarme, pareció recordar algo de capital importancia, pues se detuvo en el acto.
           
— Los preservativos — explicó, al ver la confusión escrita en mi rostro.
           
— No te preocupes por eso — repliqué con voz jadeante, con mi cuerpo temblando por el deseo y la excitación —. Tomo la píldora y no tengo ninguna enfermedad venérea.
           
En esta ocasión fue su rostro el que quedó cubierto por la más absoluta confusión.
           
— ¿Y qué te hace pensar que yo no la tengo?
           
— Sé que no. Tus ojos me dicen que eres un hombre sano y responsable. Y tu cuerpo confirma esa teoría — añadí, recorriendo su torso desnudo con mis manos.
           
— No deberías fiarte de las apariencias — susurró, esbozando una media sonrisa de diablo pervertido.
           
— Cállate de una vez y hazme el amor — le pedí, con voz casi desesperada. No era mi estilo tener que suplicarle a un hombre por un buen polvo, pero al parecer, a Hans le gustaba ejercer de macho dominante.
           
Una divertida carcajada escapó de sus labios ante mi demanda, justo antes de que me agarrara con fuerza por las caderas, obligándome así a descender sobre su cuerpo, de forma que su sexo me penetró por fin, arrancándome un grito desgarrado de profundo placer.
           
Comencé a moverme sobre él con un frenesí hasta ahora desconocido para mí. Sus ojos claros se cruzaron con los míos, hipnotizándome con su fortaleza vikinga, mientras que sus manos seguían las sensuales ondulaciones de mis caderas, acariciándolas, instándolas a ir más deprisa.
           
Nos corrimos casi al mismo tiempo, siendo conscientes ambos de que aquélla había sido quizás la mejor experiencia sexual de nuestras vidas y de que no volvería a repetirse jamás, porque probablemente no volviéramos a vernos nunca más.

Con ese pensamiento carcomiéndome por dentro, me recosté sobre él, colocando mi cabeza sobre su fornido pecho, con un sabor agridulce en mis labios. Lo abracé fuertemente con mis brazos, aferrándome inútilmente a los últimos momentos de que disponíamos. No quería irme de allí, no quería alejarme de él.

La imagen de mi padre apareció de repente en mi conciencia, haciendo que mi estómago diera un brusco vuelco. Definitivamente la cena-reunión iba a tener que celebrarse sin mí. Lo cual significaba, por otra parte, que Hans y yo disponíamos de unas cuantas horas más para despedirnos como Dios manda…

lunes, 17 de octubre de 2011

Capítulo XX. Game Over (Parte 2)

Bueno, ladies and gentlemen, POR FIN puedo subir la segunda parte del capítulo 20. Debo avisaros de que en esta parte todavía no salen Leonard y Victoria (que ya sé que los echáis de menos, pero había situaciones, como la de Iuta y Angela que tenía que zanjar antes de ponerme con V&L), pero en el próximo capi ya salen, I promise. En este sale también una escena de Rob (qué hace en su vida diaria y cómo es su casa). La razón es que, a pesar de que con el relato del otro día parece que la gente le va cogiendo más cariño a este personaje, parece que todavía no cuaja mucho entre el público. Sé que es difícil de querer porque es un poco H.P., pero aún así espero que aprendáis a quererlo tanto como yo. Como siempre, casi escribo más en la introducción que en el capítulo propiamente dicho. No me queda nada más por deciros, excepto que espero que disfrutéis del capi. ¡Un besín! :) Att.Athenea Escritora.



Rob  
— Cariño, ¿vas a quedarte a dormir esta noche?
           
La absurda pregunta pronunciada por los labios de aquella rubia oxigenada me hizo estallar en una sonora carcajada. ¿Pero qué se había creído? Solo habíamos echado un polvo y ya se pensaba que iba a jurarle amor eterno. Las mujeres a veces eran muy “graciosas”.
           
Me levanté de la cama de un salto, alejándome de ella todo lo que aquella diminuta habitación me permitió. Algo en su tono de voz, incluso en la forma de mirarme, había hecho que estallara en mi cerebro la voz de alarma.
           
“¡Sal de aquí!”, no cesaba de gritar aquella voz. “Lárgate a casa pitando. Esta zorra está como un cencerro”.
           
El sexo con ella había sido brutal, por supuesto, pero eso no tampoco había sido nada fuera de lo habitual. Yo solo escogía género de primera calidad. La forma en que aquella hembra se había movido en el bar era inconfundible: estaba sedienta de sexo.
           
Sin embargo, después de años de experiencia en la materia, sabía de sobra que el ser buena en la cama rara vez va acompañado de la cordura mental, o de la más básica dignidad. Seguramente esa zorra no podía llegar a fin de mes y pretendía encandilarme para que le pagara los atrasos en el pago del alquiler.
           
— Cielo, me lo he pasado realmente bien contigo esta noche. Eres una fiera en la cama, eso es innegable, pero hay otras tigresas que me esperan por ahí con las piernas abiertas. Supongo que lo entiendes, ¿verdad?
           
La mirada con la que me recorrió, primero perpleja y después de gatito abandonado, para finalmente transformarse en la de una asesina psicópata sacada de alguna película gore de bajo presupuesto, me previno de que aquella loca estaba a punto de perder los papeles.
           
— ¡Eres un desgraciado! — gritó enfurecida, antes de inclinarse sobre la cama para alcanzar uno de sus tacones de aguja y lanzármelo directamente a la cabeza. Menos mal que era camarera y no jugadora de balonmano, porque si hubiera acertado en su lanzamiento, sin duda me habría sacado un ojo.
           
— ¡Tía, haz el favor de calmarte! Cuando metiste en tu cama a un completo desconocido, que encima no dejaba de mirarte las tetas, sabías a lo que te exponías.
           
— ¡Lárgate de mi casa, cerdo! — gritó fuera de sí, al tiempo que se levantaba de la cama para buscar otro objeto punzante que lanzarme. Algo me decía que esta vez no iba a fallar, por lo que me apresuré a salir de allí cagando ostias.

— ¡Todos los hombres sois unos cerdos! — oí que gritaba a mi espalda, mientras yo me apresuraba a bajar las escaleras de su porche.

Mi coche estaba aparcado justo enfrente de la casa, por lo que, en cuanto me hube puesto las zapatillas, me subí en él y me alejé de aquel maldito lugar como alma que lleva el diablo.
           
Si hubiera visto aquella escena tan surrealista en una de esas comedias tan malas que hacen por la tele los sábados por la noche, para que las amas de casa y la gente sin otra cosa que hacer se entretengan, seguramente me habría descojonado del paleto del protagonista, por ser tan tonto como para meterse en la cama de quien no debía. Pero en esa ocasión, resultaba que el paleto tonto era yo.
           
Yo veía aquellas situaciones como una especie de deporte de riesgo por parejas. Nunca sabías en la cama de quién ibas a acabar. Nunca sabías si esa persona iba a intentar agredirte o si iba a ser un completo desastre en el terreno sexual. Pero una cosa estaba clara: conseguías romper con la rutina del día a día. Te desautomatizabas, sintiéndote vivo de nuevo. Sintiendo que todavía tenías sangre caliente corriendo por tus venas.
           
Aminoré la velocidad cuando entré por fin en mi barrio. Después de unos minutos eternos buscando sitio para aparcar, dejé el coche a unas manzanas del patio de mi edificio, antes de apearme del vehículo. Uno de mis vecinos, el señor Green, un dicharachero abuelete famoso por haber sufrido hacía dos años un ataque al corazón por “sobredosis” de viagra, se asomó a la ventana de su dormitorio al escuchar el ruido de mi motor.
           
— ¡Ey, canalla! — me saludó en tono cómplice — ¿Qué tal la noche?
           
— No me puedo quejar  — repliqué con una sonrisa satisfecha.
           
— ¡Quién tuviera tu edad, muchacho!
           
— Bah, abuelo, no se queje. Mientras le quede viagra y dinero, no tiene rival.
           
En cualquier otro momento me habría quedado un rato más charlando con aquel entrañable caballero, pero aquella noche estaba realmente exhausto. Necesitaba darme una buena ducha que me quitara de la piel el insoportable aroma dulzón que tenía el perfume barato de aquella puta.    
           
Encendí la luz del patio en cuanto estuve en el interior del edificio, pero aún sin estar en penumbras, aquel lugar parecía estar siempre rodeado por un halo de sordidez y desesperación. Pero ¿qué se le va a hacer? Mi sueldo de guitarrista no daba para más.
           
Subí las viejas escaleras de madera, porque obviamente no había ascensor, de dos en dos. Pero lo cierto es que me deleitaba el chirriante quejido de los escalones a cada paso que avanzaba, porque rasgaba el desesperante silencio que imperaba por las noches, haciendo que estas fueran más llevaderas.
           
Metí la llave en la cerradura de mi piso y la giré hacia la izquierda. El cerrajero había hecho un excelente trabajo, sin duda. Apenas se notaban ya los destrozos que la trastornada vecina del quinto había hecho, pensando que aquella era su casa, y que su hija había cambiado la cerradura para dejarla en la calle.
           
Caro que, si obviamos el hecho de que estaba rodeado de vecinos lunáticos y psicópatas; de que tenía que subir cuatro pisos a pie porque no había ascensor; de que el edificio estaba ubicado en uno de los barrios con los índices de criminalidad más altos de la ciudad y de que si dejabas el coche aparcado más de dos días en el mismo sitio la gente daba por sentado que lo habías abandonado y que, por tanto, se lo podían agenciar, aquel barrio era bastante agradable.
           
Entré al diminuto y caótico cuchitril que era mi apartamento y dejé caer las llaves sobre el mueble de la entrada. Las lluvias del último invierno habían formado unas goteras muy feas en el techo del salón, pero, como siempre, no tenía el dinero suficiente para arreglarlo, y el casero se negaba a correr con los gastos. Claro que mirándolo bien, eso tampoco era un problema. Cuando el techo se me cayera encima, me cambiaría a otro piso más nuevo y resistente a la lluvia, y santas Pascuas. Eso, siempre y cuando sobreviviera al derrumbamiento del techo...

Al entrar en la cocina, que era donde tenía el teléfono, vi que la lucecita del contestador que indicaba los mensajes recibidos estaba parpadeando. Se trataba de Leonard, y según decía el pelirrojo, aquella tarde en el bar había ocurrido algo increíble. Algo que cambiaría nuestras vidas de forma radical y para siempre.


Angela
— Cariño, ¿vas a quedarte a dormir esta noche?

Después de aquella hermosa velada, habíamos subido a mi habitación y nos habíamos quedado durmiendo un rato, abrazados el uno al otro con fuerza. Sus exigentes caricias acababan de despertarme de la forma más dulce posible, y no quería que se fuera dejándome con ganas de más. Quería sentir sus manos sobre mi cuerpo durante toda la noche y todo el día siguiente y el siguiente y el siguiente…

— No lo sé, Angie. No me apetece mucho encontrarme a tu hermano mañana en el desayuno… Se me quitaría el hambre de golpe y yo no puedo vivir sin comer, como muy bien sabes.

Reprimí una carcajada antes de acurrucarme entre sus brazos y comenzar a acariciar su pecho desnudo con mi mano derecha.

— Eres un idiota.

— ¿Sí? — inquirió alzando las cejas de forma intermitente — Pues no era eso lo que me decías hace un rato… De hecho, parecías realmente extasiada con mi…

— ¡Cállate! — le grité, antes de echarme a reír. Definitivamente, ese hombre era incorregible.

— Tampoco puedo estar callado, Angela. Cuando aceptaste el descabellado reto de ser mi novia sabías dónde te metías, así que ahora no trates de cambiarme.

— Jamás trataría de cambiarte, Johnny — repliqué, pasándole un largo mechón de pelo suelto por detrás de su oreja —. Primero, porque sé que no serviría para nada. No eres capaz de comportarte como una persona cuerda durante más de dos minutos seguidos — aquello le hizo soltar una sonora carcajada —. Y segundo, porque te quiero así, tal y como eres, con tu hambre insaciable y tu desvergüenza. Te quiero porque eres exótico, diferente a todas las personas que he conocido.

Johnny apartó la mirada, sonrojándose levemente, al tiempo que en sus labios comenzaba a tomar forma una dulce sonrisa.

— Para mí tú también eres única y diferente a las demás, ma petite fleur. Por eso me enamoré de ti… Bueno, por eso, y porque tu pastel de carne está delicioso, entonces, si salgo contigo, puedo comer gratis todo el que quiera.

Fingiendo estar muy molesta con sus palabras, le estampé una de mis cojines en la cabeza, pero lo cierto es que sólo me apetecía jugar con él un rato. Puede que una parte de mí pensaba que de esa forma lograría que se quedara a pasar la noche conmigo.

— ¡Serás…! ¡Te vas a enterar!

Acto seguido se incorporó en la cama y estiró uno de sus brazos hasta dar con la otra almohada. Esta impactó contra mi cabeza con tal fuerza que se rompió, de tal forma que las plumas de las que estaba rellena comenzaron a inundar la estancia.

— ¡Serás cabrito! — le grité, entre molesta y divertida, al tiempo que comenzaba a sacudirme el pelo de plumas.

— Has empezado tú, que conste — replicó él, justo después de sacarme la lengua, como haría un niño de cinco años.

Solté un suspiro cansado mientras recorría la habitación con la mirada, en un intento por calcular los daños causados.

— ¡Está toda la cama llena de plumas!

— ¡Angie, deja ya de quejarte! — replicó, agitando la mano en el aire con despreocupación — Además, con esas plumas blancas ensortijadas en tu hermoso cabello pareces un ángel caído del cielo — aquellas palabras me conmovieron de tal forma que a punto estuve de echarme a sus brazos de nuevo. Sin embargo, un segundo después lo arruinó todo, diciendo —: Un ángel dulce y muy sexy con unos pechos que me vuelven loco.

En esta ocasión mi almohada dio de lleno contra su cabeza de chorlito, convirtiendo mi habitación en una enorme nube de plumas. Johnny parecía estar en su salsa, haciendo el cabra con todas las plumas que encontraba a su paso, comportándose, de nuevo, más como un niño que como el adulto que supuestamente era.

— ¿Sabes, Angie? Deberíamos hacer esto más a menudo. Es muy divertido destripar almohadas, y más aún si es tu hermano el que las ha pagado.

— No entiendo por qué le tienes tanta manía a mi hermano. Él te aprecia mucho.

— Si supiera lo que hemos estado haciendo esta noche, no me apreciaría tanto, te lo aseguro — replicó esbozando una sonrisa traviesa. Yo estaba a punto de tratar de rebatir su argumento, pero el potente rugido del motor del coche de mi hermano me interrumpió abruptamente. 

Salté de la cama en cuanto oí el portazo de Hans y comencé a vestirme como si no existiera un mañana. Johnny observaba divertido mis movimientos, pero sin dejar de jugar con las plumas, como si no quisiera darse cuenta de que si mi hermano nos encontraba de aquella guisa era capaz de matarnos a los dos, para después comerse nuestras entrañas como cena.

Le lancé una mirada elocuente que pareció devolverlo por fin a la Tierra. Cogió sus pantalones de cuero, que descansaban arrugados y olvidados en el suelo de mi habitación, y se los puso. El crujido de la puerta de entrada al abrirse nos previno de que se nos estaba agotando el tiempo, así que mientras Johnny terminaba de vestirse, yo me quité las plumas que me quedaban en el pelo.

Estuvimos fuera de la habitación en un tiempo récord, justo en el momento en que mis hermanos subían por las escaleras. El estado tan lamentable en que se encontraba Iuta me encogió el corazón, llenándolo de rabia e impotencia, y me hizo olvidar al instante la discusión que habíamos tenido tan solo unas horas antes.

— Iuta…

— Hablaremos mañana, Angela — replicó con la voz quebrada, antes de soltarse del brazo de Hans y encerrarse en su habitación.
           
— Supongo que ya se ha acabado todo…
           
— Así es — respondió Hans, al tiempo que recorría a Johnny con una mirada suspicaz, como si se imaginara lo que habíamos estado haciendo en su ausencia —. Por cierto, ¿qué hace Johnny aquí a estas horas?
           
— Él… Bueno, está aquí porque…
           
— Angela estaba muy afectada por la discusión con Iuta y yo me he quedado para cuidarla y hacerle compañía — me interrumpió Johnny, sosteniéndole la mirada a mi hermano, cual temerario guerrero espartano.

Hans asintió, aceptando su explicación, aunque sin demasiada convicción. Se despidió de nosotros con una inclinación de cabeza y un escueto “buenas noches” y enfiló hacia su habitación. Sin embargo, justo cuando parecía que nuestra farsa había colado, Hans se giró hacia mí y se quedó mirándome durante unos segundos con la confusión escrita en su rostro.

— ¿Se puede saber de dónde ha salido esta pluma? — inquirió, al tiempo que me la quitaba del pelo, para después examinarla con ojo clínico.

viernes, 14 de octubre de 2011

I Want Action Tonight.

Buenas tardes, queridos lectores. Después de dos semanas sin subir absolutamente nada a este blog (ni a los otros tampoco, ya puestos) os traigo el primer relato de FFR. Ya sé que dije que el primero sería sobre Marty y Úrsula, pero después de tanto tiempo leyendo el blog ya sabréis que cuando digo algo (con respecto a mis escritos) rara vez lo cumplo XDD. En fin, la cosa es que el otro día escuchando a los GN'R me vino a la mente la imagen de Rob y me inspiré, pero la escena que se dibujó en mi imaginación no tenía nada que ver con el hilo argumentativo (se notan mis clases de teoría de la literatura, ¿eh? XD) de FFR y entonces decidí hacerla en un relato aparte. En otras palabras, esta minihistoria no forma parte de la trama de FFR y los hechos que voy a narrar a continuación pueden tener, o no, algún parecido con lo que le va a pasar en la historia "real", por llamarla de alguna manera. Por lo tanto, no os hagáis ilusiones con los personajes ni con lo que les va a pasar.

Por otro lado me gustaría también señalar que he escrito este relato con las nuevas normas de la RAE (con las que no estoy para nada de acuerdo, dicho sea de paso). Así que si veis algún "solo" sin acento o los pronombres demostrativos (este, ese, aquel, etc) también sin acento, pues no os alarméis (aunque sé que la mayoría no lo haréis XD). En fin, no me enrollo más. Disfrutad con la lectura, aunque ya aviso que el relato es bastante corto y nada del otro mundo. ¡Un beso!
P.D. Para la semana que viene espero poder subir el próximo capítulo, aunque no prometo nada.  





No había dejado de mirarme en toda la noche. Una mirada hambrienta y curiosa que recorría mi cuerpo sin pudor alguno. Eso me hizo preguntarme hasta qué punto sería real aquella timidez que la caracterizaba. ¿Sería solo una máscara, una fachada para que su padre la siguiera considerando como la dulce muchacha virginal que se suponía que debía ser? O tal vez el problema era que no había tenido nunca la oportunidad de mostrarse como realmente era.

— Ponme otra copa, Emma.

No podía evitarlo. Por mucho que me esforzara en ser amable con la gente, era un ser antisocial y desagradable, cuya voz era incapaz de modularse a un tono agradable o, por lo menos, educado. Emma se giró en mi dirección con cara de perros (es decir, la misma con la que miraba a todo el mundo) antes de servirme un nuevo vaso de vodka.

— Hace días que no veo a Iuta — comencé a decir, en un intento por sacar un tema de conversación con la “simpática” camarera  —. ¿Sabes si le pasa algo?

El rostro de aquella bruja se ensombreció en cuanto pronuncié el nombre de la alemana. De modo que Leonard no había mentido, esas dos lo habían dejado.

— Lo que le pase a Iuta no es asunto tuyo, rubio — replicó, impregnando sus palabras con un tono tan corrosivo como el ácido. Al principio no comprendí qué podía tener en contra de los rubios, pero entonces recordé el color de pelo de Iuta.

— No, y por lo que parece tampoco es tuyo ahora.

Si las miradas matasen, Emma me habría reducido a cenizas en aquel mismo instante. La ruptura era todavía muy reciente y yo había tenido la feliz idea de hurgar con un hierro candente en la herida abierta y sangrante de aquella puta. Porque, teniendo en cuenta lo que me había contado Leonard, eso es lo que era.

— No te metas en lo que no te importa, Rob — siseó entre dientes, conteniendo a duras penas la furia que bullía en su interior.

— En eso tienes razón. Si te has tirado a otra a espaldas de Iuta, eso es algo que solo os incumbe a ella y a ti. Pero dime, de hombre a hombre, ¿la morena esa folla bien? ¿Sabes si también le gustan los tíos? Podríamos quedar un día los tres, ya sabes, para divertirnos un rato…

El brillo letal que refulgía en el fondo de sus ojos me hizo comprender que si seguía provocándola de aquella manera, la botella de vodka que aferraba en su mano derecha iba a impactar con fuerza contra mi cabeza, rompiéndose en diminutos cristalitos teñidos por el vivido color borgoña de mi sangre.

Pero no podía evitarlo. Era un hijo de puta por naturaleza y esa zorra siempre me había resultado repulsiva y desagradable. Ya iba siendo hora de que alguien la pusiera en su sitio. ¿Y por qué ese alguien no iba a ser yo? Sin embargo, la llegada de Marty me anuló toda la diversión.

— Emma, necesito que vayas al almacén a traer unas cuantas cajas de Bourbon, que se nos están agotando las existencias.

Durante algo más de quince segundos, Emma no respondió. Se limitó a traspasarme con su vengativa mirada, que gritaba a todas luces el clásico de: “esto no ha terminado”. Yo esbocé una sonrisa afectada, que podría traducirse por: “eso no me lo dices en la calle, zorra”. Pero el gesto de Marty, cuando alzó su barbilla en dirección al almacén, dio por concluida nuestra conversación no verbal. Ese cabronazo podía parecer inofensivo, pero cuando se lo proponía, imponía más que Atila con su caballo.

Emma tuvo el acierto de hacer caso a su jefe esta vez, dejándome solo ante el peligro, o ante la barra más bien. Apuré la copa de un trago y le hice una seña a una de las camareras nuevas para que me sirviera otra. Aquella noche estaba inquieto, necesitaba acción. Una pelea o un buen polvo que me ayudaran a desfogarme y a descargar toda la adrenalina acumulada…

— Hola, cielo, ¿te apetece que vayamos a un sitio más privado, donde podamos hablar más tranquilos y…? Bueno, tú ya me entiendes — susurró de repente en mi oído una sensual voz femenina, interrumpiendo abruptamente el hilo de mis pensamientos.

Ni siquiera me digné a darme la vuelta para mirarla. Su estudiado tono meloso y su perfume barato de putón no dejaban lugar a dudas acerca de la clase de mujer que era. Su físico tampoco iba a ser fuera de lo común: alta, escuálida, con la larga melena ondulada y grasienta, teñida de un amarillo chillón que dañaba la vista.               

— No tengo dinero — repliqué con aire cansino —. Además, me parece un derroche malgastar mis ahorros en echar un polvo, cuando puedo tener gratis todos los que quiera.

— ¡Pero serás cabrón! — gritó ofendida, haciendo que más de la mitad de los clientes del bar, es decir, los que no estaban borrachos todavía, se giraran en nuestra dirección. Yo, por mi parte, no tuve más remedio que encararla. Y debo admitir que me había equivocado con ella. No se había teñido el pelo de amarillo, sino de naranja.

Parpadeé dos veces, molesto. Aquel color tan antinatural me irritaba los ojos, o puede que fuera el vodca, que comenzaba a hacerme efecto… ¿Quién sabe?

— ¡No soy ninguna puta! ¿Pero qué te has creído, desgraciado?

La muy zorra me dio un guantazo que casi me saca la mandíbula del sitio. Me tambaleé hacia atrás, pero por suerte pude agarrarme a tiempo a uno de los taburetes que había junto a la barra, evitando así la caída.

— ¡Joder! — oí maldecir a Marty — ¿Es que no podemos tener una noche tranquila en este bar?

— ¡Este gilipollas ha insinuado que soy una puta! — exclamó hecha una furia, al tiempo que me señalaba con un dedo acusador.

— ¡¿Cuánto cobras por hora, guapa?! — le preguntó uno de los clientes de las mesas del fondo, antes de que él y sus amigos estallaran en sonoras carcajadas. El bocazas era Eddie, cliente habitual del bar.  Se trataba de un motero, barrigudo y calvo, que como siempre iba aún más borracho que yo antes de las doce.

La pelirroja desteñida estaba empezando a cabrearse de verdad, aquello era más que palpable tanto en el temblor de sus manos como en el violento fuego que ardía en el fondo de sus ojos. Estaba a punto de soltarle una hostia a alguien, y teniendo en cuenta que yo era el que más cerca se encontraba de ella, también era el que más papeletas tenía para ser el primero en recibir la descarga de su ira. Me aparté unos pasos de la zorra chiflada en dirección a Marty. Él era el dueño del local, se suponía que tenía que imponer el orden… ¿No?

Y sin embargo, esto fue lo que salió de sus labios:

— Rob y Eddie, haced el favor de comportaros como los caballeros que sois y pedidle disculpas a esta dama.

Aquella absurda sugerencia hizo que las carcajadas de Eddie y sus amigos aumentaran de volumen. La pelirroja desvió entonces su atención de mí, para fijarla por completo en los moteros. Cuando uno de ellos hizo un gesto obsceno en su dirección, aproveché para coger mi chaqueta y mi walkman y hacer mutis por el foro. Me había equivocado estrepitosamente. Aquella noche no necesitaba una pelea, necesitaba otra puta copa.

La fresca brisa nocturna azotó mi rostro con fuerza en cuanto estuve fuera del bar. El contraste entre las cegadoras luces del local y la irrespirable cortina de humo de los cigarrillos de los clientes, que ya casi formaba parte de la decoración del establecimiento, con el ambiente limpio y oscuro de la calle resultaba mareante. O puede que el vodka fuera el causante de dicho efecto. Qué estúpida es la mente humana. Pierde el tiempo buscando las causas de los problemas en vez de tratar de ponerles remedio…

— Rob, ¿te encuentras bien? — preguntó una tímida voz femenina a mi espalda. La misma que había estado observándome durante toda la noche.

Solté un largo suspiro cansado. No me apetecía hablar con ella en ese momento. De hecho, no me apetecía hablar con nadie.

— Si has venido para que te eche un polvo, cariño, debo advertirte de que esta no es mi noche.

— ¿Por qué siempre tratas a la gente de un modo tan obsceno y desagradable?

— No lo sé. ¿Por qué eres tú tan modosita cuando está tu padre o Marty delante y cuando estás sola te dedicas a desnudarme con la mirada?

— Yo… no… te estaba… desnudando…

Seguía de espaldas a ella por lo que no podía verle la cara, pero no me hacía falta para saber que estaba roja como un tomate. Aquella mujer era demasiado predecible.

— Vamos, cariño, acéptalo — comencé a decir, dándome la vuelta para enfrentar su mirada —. Te pongo cachonda.

— Estás borracho — replicó, trastabillando hacia atrás, con una mezcla de miedo y vergüenza en sus ojos castaños.

— Y tú, necesitada de sexo sucio y salvaje.

Todavía hoy no sé por qué, pero comencé a avanzar en su dirección. A medida que me iba acercando, ella iba retrocediendo, como si estuviéramos jugando al gato y al ratón. Pero su espalda no tardó en chocar contra la puerta del local, dejándola completamente a mi merced.

— ¿Sabes? — inquirí, apoyando un brazo a cada lado de su cabeza, atrapándola con mi cuerpo. Y como habría dicho Tom en aquellos momentos, era innegable que la pequeña damisela se encontraba terriblemente nerviosa e insegura en aquella posición, pero era aún más innegable el deseo que la embargaba — Creo que no eres la única que esta noche necesita una buena dosis de sexo salvaje.