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"When I hear the music, all my troubles just fade away/ When I hear the music, let it play, let it play",

"Let it Play" by Poison.

martes, 31 de enero de 2012

Capítulo XXIV. Bad Feeling (Parte 2)

Hermanos, después de 23 días sin subir absolutely nothin' a este mi blog, hoy os traigo la segunda parte de el capítulo 25. En compensación, ésta es un pelín más largo de lo que suelen ser las partes que subo normalmente y viene con dosis extra de violencia e introspecciones de algunos personajes. También es el último capítulo donde va a salir Dani y espero (sobre todo en el caso de Sun y Kapy) que el personaje del franchute os vaya cayendo mejor porque REPITO: es muy MONOSO. En fin, espero que todo os esté yendo bien y que me perdonéis por haberos tenido abandonadillos, pero de verdad que ha sido un mes muy estresante y difícil para mí. ¡Disfrutad del capítulo! ¡Un besito! Att. Athenea Escritora. 



Iuta
Ese hombre debía ser, sin duda alguna, el “franchute” del que mi hermano me había hablado aquella misma mañana. El mismo que lo había golpeado la noche anterior, humillándolo ante la bravucona clientela de Marty al completo. Lo cierto es que, si bien aquel chevalier había salvado mi vida con su intervención y debería estarle agradecida por ello, su ininterrumpida cháchara llena de vocablos rebuscados y latinismos estaba empezando a provocarme una seria migraña. Tras media hora de conversación, o, para ser más exactos, de insoportable monólogo afrancesado por su parte, decidí, en aras de conservar en la medida de lo posible la poca salud mental que me quedaba, dejar de escucharle.

Me recosté contra el respaldo de la silla para después subir mis pies al asiento de manera que pude rodear mis piernas con los brazos. Aquel gesto tan infantil había sido siempre mi mecanismo de aislamiento y defensa contra el mundo desde bien pequeña. Y eso era precisamente lo que debía de parecer en aquellos momentos, hecha un ovillo sobre una de las sillas de plástico de aquella concurrida sala de espera: una niñita pequeña y desamparada.

¿Cómo había llegado a aquella situación? ¿Acaso mis padres y hermano no me habían procurado una buena educación? Bueno, aquél era sin duda un aspecto discutible, pues mi entorno familiar nunca se había caracterizado precisamente por ser armonioso o equilibrado. Ese pensamiento me llevó irremediablemente a Angela. Hacía ya unos días que estaba en el hospital y yo ni siquiera me había dignado a ir a ver cómo se encontraba. Hans, al menos, había hecho un esfuerzo por vencer sus demonios internos yendo a visitarla la noche anterior, pero al parecer la madre de Johnny lo había echado de allí de muy malos modos después de que éste insultara a su hijo, con la gracia y el tacto naturales que caracterizaban a mi hermano.         

No, no había la menor duda de que la estabilidad mental era un rasgo que en nuestra familia brillaba por su ausencia, yo misma era la prueba viviente de ello. Y aquel francés petimetre y redicho no era sino la víctima más reciente de aquella psicopatía hereditaria… El franchute. Sí, me había olvidado por completo de su existencia, a pesar de que se encontraba sentado a escasos centímetros de mi persona. Dirigí una rápida mirada en su dirección para cerciorarme de que seguía vivo y, como no podía ser de otra manera tratándose de un francés intelectual, mi nuevo amigo se hallaba enfrascado en la lectura de un libro de considerables proporciones.

— ¿Es interesante el libro? — inquirí, esbozando una media sonrisa de lo más forzada, en un intento por parecer amable. Quizá, si fingía ser normal, el franchute se convenciera de que no necesitaba ver a ningún médico y me llevaría a casa…
           
Mi nuevo amigo alzó la vista del libro y clavó su fría mirada turquesa en la mía con dureza. Tragué saliva, intimidada por el aura de autoridad e inteligencia que desprendían sus ojos. No, definitivamente no iba a ser tarea fácil engañar a ese tipo.
           
— Es un libro de poemas, Les fleurs du mal de Charles Baudelaire. ¿Le suena a usted, querida?

La forma en que su empalagoso acento se reafirmó cuando pronunció desdeñosamente la palabra “querida” hizo que me entraran unos deseos irrefrenables de arrancarle aquel librejo de sus presuntuosas manos para después machacarle la cabeza con él. ¿Pero quién se había creído que era ese petimetre desgraciado para tratarme de aquella manera tan insultante? Es cierto que yo no era más que una camera con tendencias suicidas, y ahora también homicidas, pero eso no le daba ningún derecho a tildarme de ignorante.  

— Sí, creo recordar que nos hablaron de él en primero de carrera — repliqué, tal vez con más brusquedad de la que pretendía —. Es lo que tiene estudiar filología, ¿sabe usted, querido?    
           
El franchute se quedó literalmente sin habla. Quizá se le habían acabado los vocablos rebuscados o las florituras gabachas, o a lo mejor simplemente se había dado cuenta de que se había metido con la alemana equivocada.
           
— Discúlpeme, señorita — repuso finalmente, visiblemente avergonzado —. No pretendía ofenderla con mis palabras.
           
“Si no quiere ofenderme, entonces cierre el pico de una puta vez”.
           
— No me ha ofendido... Bueno, sí. ¿Sabe? No puede ir usted por la vida mirando a los demás por encima del hombro. No sé cómo serán las cosas en su tierra, pero en este pueblo al primer pijo que nos mira mal le cortamos los… Bueno… Usted ya me entiende.
           
— Sí, créame que la entiendo perfectamente, señorita — respondió, visiblemente afectado por mi respuesta, al tiempo que cerraba el libro de golpe y lo dejaba reposar sobre sus rodillas —. Anoche mismo fui objeto de una de esas salvajadas autóctonas a las que usted acaba de hacer referencia.
           
Mierda.
           
— Un gigante melenudo me manchó mi camisa de quinientos dólares con su sucia cerveza de garrafón y ni siquiera me pidió disculpas. El muy imbécil incluso se atrevió a llamarme por mi nombre de pila, cuando lo más educado es dirigirse a una persona a la que no se conoce tratándola de usted.
           
Mierda otra vez.
           
— El altercado se produjo precisamente en el bar donde usted trabaja, ¿sabe? Puede incluso que se haya cruzado con él en alguna ocasión. Es un hombre alto y corpulento, con una melena rubia desgreñada.
           
— No... no me suena... haberlo visto... nunca por el… el bar, señor.
           
¡Joder! ¿Es que el imbécil de Hans no era capaz de tomarse una noche de descanso? ¿Tenía que pegarse con todos los gilipollas que se le cruzaban por el camino?
           
— Mejor para usted, señorita — replicó con una sonrisa complacida —. No es bueno para una distinguida dama mezclarse con según qué tipo de gentuza.
           
Ahora resultaba que yo era una dama distinguida… Quizá ese franchute no era tan gilipollas como Hans se empeñaba en afirmar…
           
— Y dígame, ¿qué filología está usted estudiando? — inquirió un momento después, sin poder ocultar la curiosidad que lo embargaba — ¿Inglesa, alemana…?
           
Me aclaré la garganta antes de contestar. Por extraño que parezca, una inexplicable timidez me había invadido de repente, agarrotando los músculos de mi cuerpo. Como siempre que los nervios me paralizaban, entrelacé los dedos de mis manos con fuerza, tratando de hallar en ese gesto al menos un ápice de seguridad.
           
— Bueno, yo… Ya no estoy estudiando. Quiero decir, empecé a estudiar filología alemana hace tres años, quería dar clases de alemán en algún instituto o academia del pueblo para poder ayudar a mi familia con las facturas, la hipoteca y esas cosas, ya sabe — “o quizá no lo sepa”, me recordé. “Quizá sus papás le pagaron la universidad, los sobresalientes, la casa, la ropa que lleva, el trabajo que ahora desempeña…” —. Pero hace aproximadamente un año y medio a mi padre le… — me detuve en seco, no podía seguir.
           
— ¿Sí, querida?
           
Mi padre. Hacía meses que había muerto. Yo no había estado presente cuando cruzó al otro lado. Y ahora, la persona con la que había estado mientras él se retorcía de dolor en aquella fría cama de hospital, tratando en vano de luchar contra su cáncer terminal, tampoco estaba ya. Todos los que me importaban acababan muriendo. Ni siquiera podía apelar a una madre amorosa y comprensiva que me susurrara aquellas palabras mágicas al oído: “todo va a salir bien”. Pero, bien mirado, aquello tampoco importaba ya. Después de todo, aquellas palabras estaban tan vacías como un pozo seco en medio del desierto.
           
— ¿Señorita, se encuentra usted bien? — inquirió el franchute, su rostro torcido en una mueca de preocupación. Llevó su mano derecha hasta uno de los bolsillos de su elegante chaqueta, del que sacó un pañuelo de tela que después me tendió. Me quedé mirándolo sin comprender su gesto, por lo cual explicó —: Está llorando, señorita. Debe usted saber que no era mi intención ponerla triste.
           
— Oh, no, por favor — me apresuré a replicar sintiendo cómo, efectivamente, las lágrimas comenzaban a bañar mi rostro y el llanto a ahogar mi voz —. Usted no tiene la culpa de nada. Es sólo que… Bueno, toda esta historia me trae malos recuerdos.

— Comprendo — respondió él, al tiempo que se inclinaba hacia mí y comenzaba a enjugarme las lágrimas con suma delicadeza. Y, ciertamente, parecía comprender la situación de verdad.

— ¿Usted también perdió a alguien? — me aventuré a preguntar con timidez. Sus manos se detuvieron súbitamente durante unos segundos, que a mí me parecieron horas interminables. Después, como si de una autómata se tratase, apartó sus manos súbitamente de mi rostro y regresó a su posición original, sentado con estudiada corrección en aquella rígida silla de hospital

— Sí — dijo finalmente —. Yo también perdí a alguien.


Dani
La fresca brisa otoñal golpeaba mi rostro con una furia inusitada. Por supuesto, uno nunca podía tener frío viviendo en California. No importaba en qué estación del año te hallaras, siempre hacía un calor de la hostia pues California summer never ends, pero aquel día se respiraba al menos una temperatura agradable.
           
A Hans y a mí no nos había costado demasiado trabajo averiguar dónde vivía el gabacho. Algunos amigos de Rob, cansados de las impertinencias y las ínfulas de divo que se gastaba aquel tipo, nos habían dado gustosos toda la información que tenían sobre él. Seguramente, si le partíamos la boca y lo dejábamos con el habla incapacitada la humanidad nos lo agradecería.
           
Nos dirigimos al aparcamiento del bar a recoger nuestras motos. Él estaba feliz porque iba a vengarse de aquel gabacho gilipollas y yo, pletórico porque por fin podría dar rienda suelta a toda la adrenalina acumulada a lo largo de la semana. 
           
Me subí a mi Chopper Honda Magna negra del 82 dispuesto a comerme el mundo. El rugido de mi pequeña me transportó directamente al séptimo cielo. Quizá vivir en California tenía sus ventajas después de todo. Quizá, la vida de motero no era tan sacrificada como pensaba. Era innegable que tenía sus compensaciones…
           
… Lo que no sabía entonces es que aquellas compensaciones podían tener unas nefastas consecuencias…


Armand
           
Please, come in and make yourself at home.
           
El inglés nunca había sido un idioma que me atrajera excesivamente. De hecho, prefería de lejos el italiano o el ruso, pero, estando en Estados Unidos, mi única opción era tragarme mis prejuicios y explotar mi lado más cosmopolita.

Thanks, Armand — replicó la damisela alemana con una tímida sonrisa pintada en su rostro, antes de decidirse a entrar en mi piso. Cerré la puerta tras ella y dejé las llaves sobre el mueble del recibidor. Aquel frío insoportable seguía instalado en mi cuerpo, azotándome con fuerza en el estómago, y aquella incómoda sensación estaba empezando a preocuparme.   

Iuta, como me había pedido que la llamara mientras estábamos en el hospital, se había sentado en el sofá del salón, con la mirada perdida y los dedos de las manos entrelazados con fuerza. Estaba nerviosa porque se encontraba en casa de un completo desconocido. Un desconocido con el que jamás se habría cruzado si no hubiese intentado suicidarse.
           
— ¿Se encuentra bien, Iuta?

Ella asintió levemente con la cabeza, pero sin volver su rostro hacia el mío. Seguramente todavía se sentía un poco cohibida en mi presencia, cosa que no podía reprocharle.
           
— ¿Le apetece algo de beber?
           
— Un vaso de agua estaría bien — replicó en voz tan baja que casi tuve que esforzarme para poder escucharla.
           
— En seguida se lo traigo. Yo me tomaré una cerveza.
           
Me dirigí a la cocina para traer las bebidas mientras consideraba todos los sucesos que habían tenido lugar aquel día. Primero, aquel frío helado que no había abandonado mi cuerpo en todo el día y cuya procedencia me era totalmente desconocida. Después me encontraba a esa chica en el baño de aquel bareto para roqueros borrachos que estaba tratando de suicidarse. La situación se había torcido de tal forma que había tenido que cancelar la cita con mi cliente para poder ocuparme de ella como era debido. Aunque, y aquello era lo más perturbador de todo el asunto, no me había importado lo más mínimo desatender mis obligaciones para cuidar de ella. Los ojos de aquella muchacha me decían que era un ser puro e inocente que sólo necesitaba algo de comprensión y cariño.

Mi instinto de abogado me advertía de que tal vez me estaba implicando demasiado en ese “caso”. Ni siquiera debería haberla acompañado a la habitación de su hermana cuando me lo pidió. Debería haberme desentendido del tema en cuanto supe que tenía una familia, que no estaba sola en el mundo. Pero el estúpido sentido de la responsabilidad y mi “caballerosidad gabacha”, por usar la terminología de Rob, me habían obligado a entrar en aquella habitación de hospital, a presentarme a todos los allí presentes como “el amigo francés de Iuta” y a preocuparme gentilmente por la salud de la enferma. Sí, sin duda mi tremenda estupidez me había obligado a meterme en un jardín del que ahora me iba a ser muy difícil salir.

Por supuesto, Iuta me había pedido que durante nuestra estancia en la habitación de su hermana no hiciese ningún tipo de referencia a la forma en que habíamos tenido de conocernos. No había necesidad, me dijo, de que su hermana se enterara nunca de que había tratado de quitarse la vida. Aquella muchacha ya tenía bastante con sus propias desgracias personales.

Su hermano, sin embargo, era otro cantar. La psicóloga que la había atendido después de que los médicos la reconocieran le había aconsejado que hablara con él en cuanto llegara a casa. Según ella, el apoyo familiar en estos casos era algo imprescindible para garantizar una completa recuperación. Bueno, si ella, una psicóloga titulada y con experiencia, afirmaba tal cosa, yo no era quien para discutírsela.

Puse la jarra de agua fresca, el botellín de Heineken y dos vasos sobre una pequeña bandeja para facilitar su transporte. Pensé que Iuta tal vez podría tener hambre, por lo que saqué de uno de los armarios superiores una caja de galletitas de chocolate que había comprado en el supermercado el día anterior.

Cargando con todo ello me dirigí de vuelta al salón, donde Iuta se había levantado del sofá y se entretenía cotilleando las fotos que tenía repartidas sobre el mueble de la televisión. Cuando me oyó entrar se giró súbitamente en mi dirección, como pidiéndome disculpas por curiosear entre mis cosas. Yo esbocé una media sonrisa en respuesta, dándole así a entender que no tenía importancia. Dejé los víveres sobre la mesita del café y le hice un gesto con la mano para que se sentara de nuevo en el sofá mientras yo hacia lo propio.

— Ha sido muy amable al dejar que me quede aquí durante un rato. Todavía no me siento capaz de enfrentar a mi hermano después de… — se cortó de repente, sintiéndose incapaz de continuar. En las pocas horas que había pasado con ella ya había utilizado aquella técnica dos veces para evitar una conversación incómoda: dejar sus enunciados inconclusos.

— Comprendo — repuse, para dar por finalizada la conversación.

Le serví un poco de agua en el vaso mientras ella comenzaba a mordisquear una galleta. Durante unos minutos, la habitación fue inundada por un silencio sepulcral, únicamente roto por el sonido de nuestros dientes al masticar. Iuta estaba a punto de hacer algún comentario sobre las galletas cuando llamaron al timbre de la puerta.

— ¿Espera a alguien? — preguntó, al tiempo que su rostro se teñía con una mueca de decepción.

— No — repliqué mientras me levantaba del sofá —. Voy a ver quién es.

Enfilé por el pasillo que llevaba hasta la puerta de entrada preguntándome quién podría ser. En todo el tiempo que llevaba en California las únicas visitas que había recibido eran las de Rob y éste nunca se presentaba por sorpresa. Claro que, sin duda, la sorpresa me la llevé yo cuando fui a abrir la puerta.

Ante mí se hallaban dos de esos sucios y apestosos roqueros-moteros que llenaban aquel bar cutre al que Rob había tenido la feliz idea de llevarme la noche anterior. Y me temo que no eran dos roqueros cualesquiera. Uno de ellos era el rubio melenudo al que le había dado su merecido.

— Dile a mi hermana que salga ahora mismo, gabacho, y nadie saldrá herido — escupió, destilando veneno en cada una de sus palabras.

Aquello me dejó completamente descolocado. ¿Su hermana? ¿No sería…? No, no podía ser cierto. Iuta era una señorita y él…

— ¿Es que eres sordo, gilipollas? — inquirió su compañero, un tipo unos centímetros más bajo que Hans, de complexión atlética y, para mi total asombro, con el pelo tan corto como el mío. Vestía con la ropa típica de motero: chaqueta de cuero cutre y desgastada, una vieja camiseta de un grupo español del que Rob me había hablado a veces, Barón Rojo, y unos pantalones negros del mismo material que la chaqueta. Aquellos dos eran como la noche y el día, y al mismo tiempo parecían estar sincronizados el uno con el otro a la perfección.

— No sé de qué coño me hablas — respondí, igualando su lenguaje callejero.

Aquello pareció cabrear aún más al rubio, que apretó los puños y torció el gesto en una mueca amenazante. O más bien, lo que él consideraba que era amenazante.

— ¿Tú te crees que yo soy imbécil, verdad, franchute de mierda?

“Qué insulto tan original”, pensé para mis adentros.

— Sé que te estás tirando a mi hermana — y después, a voz en grito, comenzó a llamarla —: ¡Iuta! ¡Iuta! ¡Ven aquí ahora mismo!

“De modo que es cierto. Es hermana de este animal. Ahora entiendo por qué no quería volver a casa y enfrentarse a él”.

— Yo no me estoy tirando a tu hermana, retrasado. Y aunque lo estuviera haciendo, ése no sería asunto tuyo. Tu hermana ya es mayorcita y puede follarse a quien le dé la real gana.

Sin duda, ninguno de aquellos dos delincuentes vestidos de cuero se esperaba una respuesta así por mi parte. El de cabello más oscuro, sin embargo, tardó menos en sobreponerse de su sobrecogimiento y avanzó un paso hacia mí, mirándome directamente a los ojos ya que éramos de más o menos la misma estatura.

— Colega, deberías cerrar esa boca de marica que tienes si no quieres que te la reviente de un puñetazo.

La adrenalina comenzó a correr por mis venas a una velocidad de vértigo, extendiéndose por todo mi cuerpo, instándome a plantarles cara a esos capullos, aun a sabiendas de que siendo dos contra uno tenía todas las de perder. Fue en ese preciso instante cuando Iuta hizo su aparición estelar.

— Hans, Dani, ¿qué coño estáis haciendo aquí? — inquirió, la ira impregnando completamente su voz.

Su hermano la recorrió con una mirada que destilaba cólera contenida y asco a un tiempo antes de contestar:

— ¿No podías tirarte a ningún otro tío en esta ciudad, verdad? ¿Tenías que acostarte precisamente con este gilipollas?

— ¡¿Qué?! ¡Armand y yo no nos hemos acostado, maldito imbécil!

— Es lo que estaba tratando de explicarle a tu hermano — me apresuré a añadir.

— Cierra el pico, Ken Malibú — volvió a amenazarme el otro —, que aún saldrás perdiendo.

— Hans, sabía que sólo te quedaba una neurona con vida y que encima te funcionaba sólo a tiempo parcial, pero esto ya es demasiado.

— Me parece que deberíais iros de mi casa ahora mismo — exclamé, dirigiéndome a los dos “hombres de negro”.

— A mí no me da órdenes un marica con acento gabacho.

— Hans, este hombre me ha salvado la vida, ¡lo menos que podrías hacer es tratarlo con un mínimo de respeto! — gritó Iuta fuera de sí.

— ¿Salvarte la vida? ¿Así es como denomina ahora la gente a echar un polvo?

— ¡Que no nos hemos acostado, joder!

Aquella situación se estaba descontrolando por momentos y el acompañante del rubio, el tal Dani, cada vez se iba poniendo más nervioso y frenético. En mis años de experiencia como abogado había visto muchos casos como el suyo: jóvenes que eran una auténtica bomba de relojería a punto de estallar.

— No lo repetiré más veces: o se van de mi casa o llamo a la policía.

Aquello pareció ser el detonante que aquel muchacho debía llevar horas esperando encontrar. Sin mediar palabra, alzó su puño derecho en mi dirección, de forma que éste fue a impactar directamente sobre mi cara. El golpe me hizo trastabillar hacia atrás, haciendo que me estampara contra la pared que había tras de mí. Iuta comenzó a gritar incoherencias, mientras que el tal Dani no dejaba de golpearme.

Traté de defenderme de sus ataques, pero fue inútil. Apenas era vagamente consciente de los gritos de Iuta y los forcejeos de Hans tratando de obligar a esa bestia a detenerse. El animal que residía en el interior de aquel muchacho parecía no tener nunca suficiente.   
           
Pero aquella agonía no duró mucho más. Justo cuando estaba a punto de hundirme en los brumosos confines de la inconsciencia, el sonido inconfundible de la porcelana al romperse en mil pedazos me obligó a aferrarme de nuevo a la realidad que estaba viviendo. Iuta acababa de romperle a Dani el jarrón de la entrada en la cabeza. Un jarrón que mi madre me había regalado diez años atrás, unos meses antes de morir, y que estaba valorado en más de dos mil dólares.


Leonard
La madre de Johnny no había sido del todo desagradable conmigo y Angela, si bien se encontraba todavía muy débil y alicaída, había sido la única en aquella habitación que se había esforzado por tratarme con el mismo cariño que antaño. Nadie parecía ser capaz de pasar por alto los errores que había cometido y, muy a pesar mío y de todos los que me rodeaban, seguía cometiendo.

Me senté en uno de los escalones de la entrada del hospital con el objetivo de descansar y despejar un poco la mente. Aquella semana estaba resultando ser más dura de lo que me había imaginado. Úrsula me había aceptado a regañadientes en su casa y su mirada decía a las claras, “una cagada más y te echaré de mi casa como el sucio perro pulgoso que eres”. Lo que me preguntaba era por qué no lo había hecho todavía. ¿Acaso no había tocado ya fondo?

Apoyé los codos sobre mis rodillas para después enterrar las manos en mi pelo, siendo vagamente consciente de que en aquellos momentos mi aspecto debía ser el de un pringado derrotado y hundido en la miseria. ¿Cómo había podido ser tan estúpido? Unos meses atrás lo había tenido todo: novia, amigos, una casa, un grupo a punto de firmar con una importante discográfica… Y ahora todo se había ido a la mierda. Bueno, no todo. La discográfica todavía no se había cansado de nosotros. Pero “todavía” era una palabra demasiado imprecisa. En cualquier momento esos cabrones podrían cambiar de opinión si resultaba que el disco que estábamos grabando no daba los frutos que esperaban. Y entre los cuatro miembros del grupo ya la habíamos cagado bastante.

La campana de una iglesia cercana comenzó a repicar, anunciando que eran ya las siete y media. Qué rápido pasa el tiempo a veces. Sobre todo cuando la autocompasión te consume, reduciéndote a un montón de ruinas y cenizas. Sin duda te hace perder la noción del tiempo.
           
Haciendo lo que a mí me pareció un esfuerzo sobrehumano, me levanté de aquellos escalones y eché a andar calle abajo, zambulléndome entre el tumulto de viandantes que tomaban las calles a esas horas, algunos de vuelta a casa, dando el día por finalizado, mientras que para otros éste no había hecho más que empezar. En cuanto a mí, había dejado de importarme lo que el día pudiera ofrecerme.
           
Rebusqué en el bolsillo trasero de los vaqueros hasta dar con el billete de veinte dólares que había escondido en él. No en vano aquellos pantalones eran de Tom, de lo contrario no habría en ellos ni un triste centavo. Esperaba que ese dinero fuera suficiente para poder pagarme una cena decente en algún bar cercano. Por supuesto, aquella noche volvería a cenar solo. Úrsula no tenía que abrir la boca para dejarme claro que no era bien recibido en su mesa. Y lo cierto es que no podía reprocharle su actitud.
           
Vislumbré al fondo de la calle una pequeña cafetería en la que a veces desayunábamos Tom y yo. Si mal no recordaba allí vendían bocadillos y sándwiches a un módico precio y el café, si bien no era Ambrosía divina, tampoco sabía a disolvente industrial, lo que lo convertía en un sitio aceptable para cenar.
           
Eché a andar pues en esa dirección, sin ser consciente de que alguien venía siguiéndome por detrás. De hecho, si hubiera sido mínimamente inteligente me habría dado cuenta de que desde mi salida del hospital habían estado vigilando hasta el último de mis pasos, pero estaba tan absorto en mí mismo que pasé ese detalle por alto. Y fue precisamente ese descuido por mi parte lo que me sentenció.
           
Primero se oyó el disparo. Nunca en toda mi vida había atravesado mi oído un sonido tan limpio y certero como aquél. Le siguieron los gritos desgarrados de aquellas mujeres sin rostro que se encontraban caminando cerca de mí. Sentí mi carne desgarrarse y después aquel líquido brotar de mi pecho, como si de una fuente se tratase. Caí al suelo de rodillas, incapaz de mantenerme en pie por más tiempo. La vista se me empezó a nublar, de forma que los objetos y las personas que me rodeaban comenzaron a desdibujarse en mi mente. Y fue entonces, antes de que los ojos se me cerraran, cuando inundó mis fosas nasales aquel insoportable olor metálico. El inconfundible olor de la vida. Estaba desangrándome.

domingo, 8 de enero de 2012

Capítulo XXIV. Bad Feeling.

Buenas noches, mis amados señores, señoras y señoritas. Espero que hayan tenido ustedes unas buenas fiestas y que los reyes magos y Papá Noel les hayan traído muchas cosillas. A mí, por ejemplo, me han regalado pelis, un libro (El nombre del viento) y unos marcapáginas de True Blood que, ¿para qué negarlo?, molan cantiduvi XDDD. En fin, vamos al grano. Éste (sí, con tilde, aunque la RAE sostenga lo contrario XD) es el primer capítulo del año, o más bien la primera parte del primer capítulo del año. Quería colgarlo todo de una pero me ha resultado imposible porque 1. resultaría muy largo y 2. no me daría tiempo a acabarlo. Así pues, aquí lo tenéis, monosos míos. Tengo varias cosas que deciros al respecto: 1. El capítulo está narrado en gran parte por el franchute. Esto es así porque mucha gente siente una injustificada animadversión hacia este personaje y yo estoy poniendo toda mi buena voluntad para cambiar eso (este mensaje va sobre todo para mi damisela 2: Sunny, la 1 es Laura XDDDD). Os aviso ya de que el lenguaje de Armand atiende a un registro más culto y rebuscado que el lenguaje coloquial y chorra al que os tengo acostumbrados XDD. 2. Aparece al final un personaje "nuevo" y lo digo entre comillas porque no va a aparecer más, sólo en este capítulo. Se trata de un personaje basado en una persona real (el señor Kapy Romero, poeta burgalés al que muy pronto entrevistaré en mi otro blog). Las razones de que aparezca (aparte de porque a mí me da la gana, que para eso la historia es mía XDDD) son que me ayudó con unas cosas de este capítulo y los anteriores y ésta ha sido su recompensa. Además, necesitaba crear ambiente de tensión para la segunda parte de este capítulo y él me ha dado la excusa perfecta XDD. Así que, ya sabéis, si queréis salir en la historia no tenéis más que ganaros vuestra actuación estelar (excepto Sun, que ya tiene reservado un relato con cierto personaje monoso, jajajajaja). En fin, no me enrollo más que parezco ya mi abuela cuando se enrolla por teléfono. Que disfrutéis de lo que os quede de vacaciones y empecéis el año con buen pie. ¡Un beso!


Armand
Un mal presentimiento me había despertado súbitamente aquella mañana, azotándome el cuerpo cual látigo, dejándome tan helado por dentro como si una ola de gélido frío polar me hubiese sacudido. Un malestar como no conocía desde mis tiempos de instituto, cuando los profesores nos acosaban con sus dichosos exámenes finales, se instaló en mi estómago como si de un muro de hormigón se tratase, dificultando mi respiración, agarrotando los músculos de mi cuerpo.
           
La noche anterior había dejado la ventana abierta porque hacía un calor insoportable, pero ahora, en el estado tan lamentable en que me había despertado, me arrepentí de haberlo hecho. Cualquier movimiento del aire, por muy leve que éste fuera, afectaba a mi sistema nervioso con la magnitud de una poderosa descarga eléctrica. A duras penas conseguí incorporarme lo justo como para poder coger el edredón, que permanecía pulcramente doblado a los pies de mi cama, y cubrir mi cuerpo con él.
           
Los dientes estaban comenzando a castañetearme por el frío, que nada tenía que ver con el clima de aquella cálida ciudad. Era un frío que nacía en mi interior, extendiéndose por cada músculo, tejido y célula de mi cuerpo. Algo no andaba bien y ésa era la forma que tenía mi organismo de avisarme de que aquel día iba a ser memorable… Y no en el buen sentido del término.

                                                           ***
Desde mi salida de París, hacía ahora dos años y medio, no había conseguido encontrar ni una sola condenada pastelería en toda California cuyos pasteles fueran dignos de ser degustados por mi delicado paladar. Tenía que conformarme con las “cakes” de chocolate que preparaban en la cutre cafetería que habían abierto debajo de mi casa si quería saborear un desayuno medianamente decente. Y el hecho de intoxicar mi cuerpo con tan nocivo “alimento”, por designar de alguna manera a esa masa grasienta espolvoreada con chocolate, no me ayudaba precisamente a apartar de mi mente el sórdido episodio que me había tocado vivir, tan sólo unas horas antes.
           
El frío seguía instalado en mi cuerpo, provocándome leves espasmos y temblores que hicieron que varias personas se giraran en mi dirección y se quedaran mirándome de forma extraña. Aquél era sólo uno de los muchos defectos que la sociedad americana arrastraba consigo: la terrible falta de educación. ¿Es que nadie les había enseñado que era tremendamente grosero quedarse mirando fijamente a un desconocido por la calle?
           
Al parecer, no. De la misma forma que nadie les había enseñado a cocinar ni a vestirse con elegancia y estilo. Otro espasmo. Bueno, quizá iba siendo ya hora de que me abrochara la chaqueta hasta el cuello. Bien sabía yo que no iba a servir para nada, puesto que aquel frío que me estaba carcomiendo los nervios no tenía una causa externa, sino psicológica, pero la mente humana a veces se comporta de forma infantil, obcecándose en maquillar sus problemas, en lugar de solucionarlos, hasta que éstos nos explotan en la cara.
           
Cuando estaba ya en la puerta del California’s (qué nombre tan original para una cafetería californiana, ¿verdad?) decidí que aquella mañana necesitaba contaminar mi cuerpo con algo diferente. Quizá un coñac, quizá una cerveza. Con los tiempos que corrían y en el estado de ánimo en que me había levantado, no era demasiado temprano para beber. Con un poco de suerte, ese “cabritillo” que se hacía llamar mi amigo habría salido ya de la cama y quizá pudiéramos tomarnos juntos una copa. Después de todo, me debía una explicación sobre por qué me había abandonado la noche anterior.
           
El camino al bar de aquel tal Marty que, como no podía ser de otra manera tratándose de un antro para moteros melenudos sin clase, tenía un nombre de lo más cutre, “Hellfire”, se me hizo más largo de lo que había esperado. Por supuesto, el lamentable estado en que se hallaba sumido mi cuerpo aquella mañana no era el más propicio para ir andando por la calle, pero ¿qué podía hacer? ¿Quedarme en la camita mientras me tomaba un chocolate caliente y veía programas del corazón, cual maruja empedernida? No. Aquél no era mi estilo. Además, había quedado para comer con un cliente muy importante y no podía faltar a mi cita. Tenía una reputación de abogado arrogante e inflexible que mantener.
           
En la entrada del bar me encontré con el dueño, que me saludó con una leve inclinación de cabeza, mientras le daba una calada a su cigarrillo medio consumido. No hacía falta tener un máster en psicología para darse cuenta de que no le gustaba para nada a ese tipo. No podía culparle. Mi perfil no se ajustaba ni de lejos a la clientela habitual de aquel antro y encima la noche anterior me había visto implicado en una pelea con uno de sus “amigos”. No pude evitar que en mis labios se formara una sonrisa de cruel satisfacción al recordarlo. Sí, le había dado una buena tunda a ese tonel con acento alemán.
           
El eléctrico solo de guitarra que me recibió en cuanto puse un pie en aquella sala llena de paletos despeinados causó en mí el mismo efecto que si me hubieran propinado una bofetada con la mano abierta. Recé por la salud de mis tímpanos mientras me abría paso entre el círculo de moteros que me miraba de arriba abajo con una muy poco disimilada mueca de desprecio.
           
Me senté en una de las mesas que había cerca de la barra del local al tiempo que escrutaba la sala en busca de mi amigo. Ni rastro de él ni de la chica que la noche anterior me había dado calabazas, y, por tanto, ni rastro de nadie que yo conociera en aquel tugurio. Empezábamos bien la mañana…
           
— Buenos días, señor, ¿le pongo algo para tomar? — preguntó una suave voz femenina, devolviéndome así a la mísera realidad.
           
Alcé la vista en su dirección, claramente complacido de que en ese salvaje continente todavía quedaran personas con educación que supieran tratar como correspondía a un caballero distinguido. Hubo algo en ella, sin embargo, que llamó mi atención negativamente: a pesar de que era un rasgo prácticamente imperceptible, podían distinguirse en su dicción leves rastros de un acento germánico, que en otros tiempos habría sido muy marcado. Mis ojos se posaron entonces sobre su pelo, más claro y brillante que el mío y que delataba, junto a su sobresaliente altura, su procedencia geográfica de manera inequívoca…
           
— Esto… — me había quedado momentáneamente sin palabras — Yo…
           
— ¿Si, señor? — inquirió, con un leve deje de impaciencia tiñendo su voz. Dirigí mi mirada hacia sus ojos y entonces me reprendí a mí mismo por haber sido tan estúpido y no haberme dado cuenta antes de su estado de ánimo. Aquella damisela alemana había estado llorando, sus ojos hinchados e inyectados en sangre eran la prueba irrefutable de ello.
           
— ¿Se encuentra usted bien, señorita? — inquirí, modulando la voz más dulce que pude conseguir, haciendo así gala de la elegancia y caballerosidad francesas que mi madre me había inculcado desde la cuna.
           
Aquella muestra de interés por mi parte pareció pillarla desprevenida, porque, mirándome como si fuera de otro planeta, replicó:
           
— No… No sé a qué… a qué se refiere, señor.
           
La sensación de frío volvió a sacudirme súbitamente, esta vez con fuerzas renovadas. Las manos de la chica comenzaron a temblar violentamente, como si estuviera sintiendo en su propia piel el frío que se había apoderado de mi cuerpo aquella mañana. Estaba empezando a perder el control de su cuerpo, podía percibirlo en sus ojos llenos de lágrimas, que estaban a punto de desbordarse; en los espasmos que comenzaban a sacudir su cuerpo; en la mirada suplicante que había clavado en mis ojos.

— Me refiero a que parece estar a punto de estallar en un ataque de nervios...

— Yo… Yo…

El bloc de notas donde apuntaba los pedidos resbaló de sus manos sudorosas hasta caer al suelo. Siguiendo un impulso, que de nuevo respondía a mi encorsetada educación, me agaché para recogerlo al mismo tiempo que ella decidía hacer lo propio, con tan mala suerte que al alzar la mirada nuestras frentes chocaron, ocasionando un golpe sordo que resonó en toda la sala.

— Perdone — nos apresuramos a decir los dos al unísono —. No, ha sido culpa mía — pareciera que estuviésemos sincronizados.
           
La chica clavó su mirada esmeralda en la mía al tiempo que sus mejillas comenzaban a colorearse con un brillante tono rojizo. Un segundo después, agarró el bloc de mis manos y apartó la mirada de mi rostro antes de levantarse del suelo y salir disparada en dirección al baño.
           
— ¡Pero, señorita! — la llamé — ¡No me ha dejado hacer mi pedido!


Iuta  
Cerré con pestillo y apoyé mi espalda en la puerta, sintiéndome más abatida que nunca. Las lágrimas ya habían comenzado a deslizarse por mis ojos, mientras las palabras de mi hermano no dejaban de resonar con fuerza en mi mente, clavándose como cuchillas en mi corazón sangrante. “Emma ha muerto en un accidente de tráfico. Su madre llamó hace un rato para informarme de que el funeral es mañana por la tarde”.

Ni siquiera alcanzaba a comprender por qué esa amargada nos había invitado a mis hermanos y a mí al funeral de su hija. Nunca le gusté para Emma. Aunque quizá lo más acertado sería decir que nunca le gustó nadie más allá de sí misma. Y ahí estaba yo, demostrando una vez más la gran estupidez que siempre me ha caracterizado y que mis hermanos siempre estaban más que dispuestos a reprocharme. ¿Acaso esa zorra no me había engañado con otra sin importarle mis sentimientos? ¿Acaso se merecía una lágrima mía? La respuesta era bien sencilla: no. Pero la razón rara vez tiene poder sobre nuestro corazón.
           
Me dejé caer sobre el suelo, que yo misma había fregado aquella mañana, y apoyé la barbilla sobre mis rodillas flexionadas, mientras que con los brazos me abrazaba las piernas. Comencé un movimiento balanceante, marcado por el ritmo de mis hipidos, que cada vez eran más marcados y constantes. Apenas era vagamente consciente de que estaba sufriendo un ataque de ansiedad y que debería tomarme las malditas pastillas que la psicóloga de Angela me había recetado.
           
Fue entonces cuando me golpeó, como si de una poderosa e indómita ola marina se tratara, lo que los matemáticos denominan “la idea feliz”.


Armand
Aquella muchacha llevaba demasiado tiempo en el baño lo que, basándome en la experiencia de dieciocho años conviviendo con mi madre y mi hermana, no podía significar nada bueno. Recorrí el local con una rápida mirada, sopesando en silencio mis opciones. Desde luego, informar a Marty de que una de sus camareras estaba desatendiendo deliberadamente a un cliente y, por tanto, incumpliendo con su deber laboral no era ni siquiera una opción que considerar. La chica parecía encontrarse realmente mal y lo último que necesitaba era que un cliente se quejara a su jefe por haber ofrecido un pésimo servicio. Por otra parte, pensé después, algo me decía que por mucho que me quejara, y tuviera buenas razones para hacerlo, nadie en ese antro de perdición iba a tomarme en serio.
           
También podía avisar a alguna de sus compañeras para que fuera al baño a comprobar si se encontraba bien o si le había pasado algo, pero al parecer, aquella mañana ella era la única camarera del local y, lo que era aún más sorprendente, también la única mujer presente. De modo que en aquel pueblo eran todavía más paletos de lo que yo pensaba…
           
En aquel momento sólo se me ocurría una opción factible que, si bien no me hacía demasiada gracia llevar a cabo, era la única que no implicaría a terceros y que mantendría a toda la clientela motera y maloliente de aquel tugurio al margen de un  asunto tan delicado.
           
Me levanté de mi silla fingiendo una resolución que no sentía para después seguir la dirección que había tomado ella, sintiéndome como un miserable por atreverme a realizar semejante intrusión en el aseo de señoritas. Seguramente iba a ganarme una buena bofetada por su parte cuando la muchacha me encontrara allí, violando su intimidad, pero seguro que después de que le explicara que todo había sido un malentendido que atendía sólo a mi caballerosa necesidad de cerciorarme de que se encontraba bien, la joven no dudaría en perdonarme.
           
— ¡Señorita! — exclamé, llamando puerta por puerta a todos los aseos, sin recibir respuesta alguna por su parte. El frío interno que había estado sintiendo a lo largo de toda la mañana me azotó ahora con una fuerza sobrehumana, de forma que tuve que agarrarme al picaporte de una de las puertas para no tambalearme. Fue entonces cuando escuché unos quejumbrosos gemidos al otro lado que me hicieron comprender que mi presentimiento no había sido erróneo. Aquella mujer se encontraba en peligro y era mi deber ayudarla. El frío que atenazaba mis músculos así me lo impelía.
           
— Señorita, ¿se encuentra usted bien? — repetí, tratando de mantener a raya la impaciencia que estaba empezando a tomar control de mi mente. De nuevo, ninguna respuesta. Sintiendo como la adrenalina comenzaba a correr por mis venas, abrí la puerta del baño de una patada, para encontrarme con una escena de lo más dantesca: la camarera yacía en el suelo, con un bote de pastillas abierto y semivacío a su lado y el rostro anegado en lágrimas.
           
Mi mente se desconectó de mi cuerpo en aquel mismo instante, negándose a revivir una escena que llevaba años tratando de enterrar en lo más profundo de mi mente. Me limité a actuar con rapidez. No importaba quién era esa chica, no importaba que seguramente mereciera un descanso eterno porque la vida ya la había maltratado lo suficiente. No podía ver morir a otra persona de aquella manera tan degradante.
           
Me arrodillé a su lado y la alcé por la cintura, obligándola a que se incorporase. La chica comenzó a retorcerse entre mis brazos, como si no quisiera que la tocara, como si tratara de decirme con la débil resistencia que ofrecía su cuerpo que yo no tenía ningún derecho a decidir por ella. No me importó. El frío que me consumía por dentro no me abandonaría a menos que cumpliera con mi deber.
           
Me coloqué a su espalda y la obligué a inclinarse sobre el inodoro, presionando su nuca hacia abajo con toda la fuerza de mi mano, para después introducirle los dedos índice y corazón en su boca y así provocarle el vómito que esperaba que fuera suficiente para salvar su vida. La resistencia que antes había ofrecido la muchacha con ese ahínco tan desmedido se vio ahora reducida drásticamente, lo que facilitó de manera considerable mi tarea de limpiar su estómago.
           
— Señorita, ¿se encuentra bien? ¿Le he hecho daño? — inquirí preocupado cuando el peligro ya había pasado, mientras ayudaba a la muchacha a incorporarse. Ésta se limitó a negar con la cabeza, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas otra vez, aunque en ese momento no supe descifrar si la causa de su llanto era la vergüenza o la desesperación por haber fracasado.


Dani
Otro día más en esta apestosa ciudad, cuya luminosidad manifiesta es sólo parcialmente eclipsada por las noches de borrachera en este lúgubre local. Dos hielos se deshacen poco a poco en mi copa de Jack Daniel's, mientras pido otra cerveza. Quizá, abandonar España no fue tan buena idea después de todo. Quizá, la tierra prometida que me habían descrito cuando todavía pisaba suelo burgalés, no era tal.
           
— ¿Dónde se habrá metido Iuta? Se me acumula la faena — refunfuñó Marty, mientras trataba a duras penas de hacerse con el control del bar. Pobre. Sin su mujercita cerca ese hombre era incapaz de hacer una puta cosa a derechas.       
           
— La he visto hace un rato entrar en el baño, Marty — le indicó un chico que había de pie a mi lado, tomándose una cerveza. Era más o menos de mi altura, quizá unos centímetros más bajo, con el pelo largo y castaño, unos tonos más oscuro que el mío. Vestía pantalones y chaqueta de cuero a pesar de que en California siempre brillaba el sol. Un asfixiante e insoportable sol. Al principio no fui capaz de ubicar al chico, aunque su rostro me resultaba vagamente familiar, pero en un momento de revelación recordé que se llamaba Tom.
           
— ¿Y qué coño hace ahí dentro?
           
— A lo mejor se ha caído por el wáter — sugirió uno de los borrachuzos que se reunían en las mesas del local, antes de estallar en sonoras carcajadas, a las que muy pronto se unieron los paletos de sus amigos. Sí, sin duda alguna aquél era todo un ejemplo de la inteligencia y elocuencia que caracterizaba a los sureños estadounidenses… Y aquello me llevaba de nuevo a la pregunta que llevaba días martilleando en mi cerebro, cual tambor de guerra exacerbado: ¿qué coño hacía todavía allí? ¿Por qué no había regresado ya a España?
           
Observé de nuevo con hastío el proceso de fusión del que estaban siendo objeto los hielos de mi bebida. Nada dura para siempre y cada segundo perdido estamos más cerca de nuestro inexorable final… Y precisamente por eso debía apurar pronto esa puta copa y pedir otra de forma inmediata. La vida era demasiado corta como para preocuparme por la cantidad de alcohol que ya ardía en mi sangre.
           
Fue entonces cuando los vi. El resto del local parecía demasiado ocupado en reírle las gracias al paleto descerebrado de antes como para ser conscientes de algo más. Bueno, ya se sabe: los hombres no somos capaces de hacer dos cosas a la vez. Apuré el contenido de mi copa de un trago antes de dejar sobre la mesa el dinero que le debía al calzonazos del camarero “en funciones”, más una jugosa propina. Esos dos se habían dado mucha prisa en abandonar el local procurando no ser vistos y yo no estaba dispuesto a dejarlos marchar sin más. Aquella mañana me había levantado con el ánimo listo para entrar en batalla… Y aquella huida tan cutre protagonizada por el gabacho finolis y la hermanita de Hans me daba el pretexto que necesitaba para despertar a la bestia…